Sus propios padres la vendieron como si fuera ganado por ser estéril. Años después, cuando un guerrero apache viudo y sus tres hijos la rescataron, el hombre que la compró volvió con soldados para reclamarla, sin saber que se enfrentaba a la reina de una tribu.
En las tierras polvorientas de Chihuahua, donde el sol castiga la tierra hasta hacerla sangrar y las esperanzas se marchitan como flores olvidadas, vivía Sitlali Sandoval. Su nombre, en la antigua lengua náhuatl, significaba «estrella», pero a sus veintidós años, su luz había sido sistemáticamente apagada por un mundo que solo sabía medir el valor de una mujer por su fertilidad. Su cabello, negro como la obsidiana, caía en ondas suaves hasta su cintura, y sus ojos, del color de la miel, guardaban una tristeza tan profunda que parecía haber echado raíces en lo más hondo de su alma.
La hacienda de San Bartolomé se extendía bajo el cielo despiadado como una herida abierta en el paisaje. Era el año 1885, y Sitlali caminaba por los corredores de adobe con la cabeza gacha, cargando el peso de una condena que no había elegido. Seis años de matrimonio con Abundio Herrera. Habían sido seis años de esperanzas frustradas, de rezos silenciosos a la luna, de miradas acusadoras y susurros venenosos que la seguían como sombras implacables por cada rincón de la casa.
«Otra vez nada», había murmurado la comadrona del pueblo esa misma mañana, tras examinarla. Las palabras, ásperas y definitivas, cayeron sobre Sitlali como piedras. La anciana la miró con esa mezcla de lástima y desprecio que ya conocía demasiado bien. «Seis años, muchacha. Si no has dado fruto en seis años, es que tu tierra es yerma. Ya no lo darás nunca».
Abundio había estado esperando en el patio, paseando de un lado a otro como un animal enjaulado. Cuando la comadrona salió con la confirmación de lo que todos temían, el hombre golpeó la pared con el puño, haciendo que el adobe se desmoronara como sus últimas esperanzas. «¡Una mujer que no puede dar hijos no es mujer!», gritó, su voz resonando por toda la hacienda. «¡Es como un campo estéril que no sirve ni para sembrar maleza!».
Sitlali sintió cada palabra como un latigazo en el alma. Se quedó inmóvil en el umbral, viendo cómo su esposo se alejaba a grandes zancadas hacia los establos. Sabía que no regresaría esa noche, ni muchas noches más. Hacía tiempo que Abundio había encontrado consuelo en los brazos de Remedios, la hija del capataz, una muchacha de diecisiete años cuyas caderas anchas y sonrisa fértil prometían la descendencia que Sitlali nunca podría ofrecer.
Los días que siguieron fueron una tortura silenciosa. La familia de Abundio, que nunca la había aceptado del todo por su sangre mestiza, ahora la trataba como si fuera invisible. Su suegra, doña Gertrudis, una mujer amargada y de corazón seco, comenzó a hablar abiertamente de la anulación del matrimonio. «Mi hijo necesita herederos para esta tierra», decía en voz alta durante el desayuno, sin importarle que fuera la propia Sitlali quien le estuviera sirviendo el chocolate. «No puede desperdiciar sus mejores años con una mujer defectuosa».
Pero el golpe más cruel, el que la rompería por completo, vino de donde menos lo esperaba. Sus propios padres, Florencio y Dolores Sandoval, llegaron a la hacienda en una carreta destartalada un miércoles por la mañana. Sitlali corrió a recibirlos, el corazón llenándosele de una ingenua esperanza al pensar que venían a rescatarla, a apoyarla en su momento más oscuro.
«Hija», dijo su padre, evitando su mirada. «Tenemos que hablar».
Se sentaron bajo la sombra de un mezquite, lejos de oídos curiosos. Florencio era un hombre cuya vida había sido una lucha constante contra la pobreza. Las arrugas profundas de su rostro contaban la historia de cada cosecha perdida, de cada sequía sufrida.
«Sitlali», comenzó su madre con voz temblorosa, retorciendo un pañuelo en sus manos. «Sabes que te queremos, pero las cosas están muy difíciles en el rancho. La sequía de este año ha arruinado toda la cosecha y debemos tres meses de renta al patrón».
Sitlali sintió un frío extraño recorriéndole el cuerpo, un presagio terrible. «¿Qué estáis tratando de decirme?».
Su padre finalmente levantó la vista, y ella vio en sus ojos una vergüenza tan profunda que la aterrorizó. «Conocimos a un hombre. Un comerciante próspero de Sonora. Se llama Fortunato Villegas… y necesita una mujer para que maneje su casa».
«No entiendo», susurró Sitlali, aunque en el fondo de su corazón ya empezaba a comprender la horrible verdad.
«Nos ofreció doscientos pesos de plata», continuó su madre, y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas arrugadas. «Con ese dinero podríamos pagar nuestras deudas y empezar de nuevo. Tú también podrías empezar de nuevo, hija, lejos de aquí, donde nadie conozca tu… tu problema».
Sitlali se puso de pie lentamente, sintiendo como si el mundo se tambaleara bajo sus pies. «Me estáis vendiendo», dijo, con una voz hueca que no reconoció como suya. «Vuestros propios padres me estáis vendiendo como si fuera ganado, ¿no es así?».
«¡No es una venta!», protestó su padre, pero sus palabras sonaron vacías. «Es una oportunidad. Serías como un ama de llaves respetada. Villegas es un hombre decente, viudo, sin hijos. Te trataría bien».
Pero Sitlali ya no los escuchaba. Se alejó de ellos, caminando como una sonámbula hacia la casa, mientras el peso de la traición la aplastaba como una montaña. Sus propios padres, las personas que se suponía que debían amarla incondicionalmente, habían puesto precio a su dolor y a su desgracia.
Esa misma tarde llegó Fortunato Villegas. Era un hombre de unos cincuenta años, corpulento, con bigotes grises y ojos pequeños y astutos que evaluaban todo como si fuera mercancía. Vestía un traje oscuro a pesar del calor y llevaba un bastón con empuñadura de plata que hacía sonar contra el suelo con impaciencia.
«Así que esta es la muchacha», dijo, examinando a Sitlali de arriba abajo como si fuera una yegua en un mercado. «Se ve fuerte, sana. Las manos no están demasiado ásperas. ¿Sabe leer un poco?», preguntó, dirigiéndose a su padre.
«Sí, sí, lo suficiente para llevar las cuentas», respondió Florencio por ella, como si Sitlali hubiera perdido la capacidad de hablar.
«Bien, bien. En mi casa necesitará llevar las cuentas de la despensa». Villegas caminó alrededor de Sitlali, su mirada depredadora haciéndola sentir sucia y desvalida. «¿Y está confirmado que no puede tener hijos?».
La pregunta cortó el aire como una navaja. Sitlali sintió que se desmoronaba por dentro, pero mantuvo la cabeza alta, la única pizca de dignidad que le quedaba. «Sí, señor», murmuró su madre. «El doctor lo confirmó. Pero es muy trabajadora, muy obediente».
«Mejor», gruñó Villegas. «No quiero complicaciones en mi casa. Las mujeres fértiles traen problemas, pretendientes, escándalos. Esta será perfecta para lo que necesito». Sacó una bolsa de cuero de su saco y contó lentamente doscientos pesos de plata sobre la mesa. El sonido metálico de las monedas resonó en el silencio como campanas fúnebres. Florencio y Dolores miraron el dinero con una mezcla de alivio y vergüenza que partió el corazón de Sitlali en mil pedazos.
«El trato está hecho», declaró Villegas. «La muchacha viene conmigo mañana al amanecer. Que traiga solo lo indispensable».
Esa noche, Sitlali empacó sus pocas pertenencias en un petate de palma. Sus manos temblaban mientras doblaba sus dos vestidos, su rebozo de lana y las pocas joyas de plata que su abuela le había heredado. Su madre entró en la habitación sin llamar, con los ojos hinchados de tanto llorar. «Sitlali, hija, tienes que entender…».
«No hay nada que entender, madre», la interrumpió Sitlali sin volverse. «Me vendisteis. Es así de simple».
«Algún día nos perdonarás», susurró Dolores. «Algún día entenderás que lo hicimos por amor».
Sitlali se giró entonces, y su madre retrocedió al ver la frialdad de acero en sus ojos. «El amor no se vende, madre. Lo que hicisteis hoy no tiene nombre».
Al amanecer, Sitlali subió a la carreta de Fortunato Villegas sin mirar atrás. Se la llevaban hacia un destino que temía más que a la muerte misma. Durante el viaje, Villegas le explicó sus deberes: limpiar, cocinar, lavar y, cuando él lo considerara necesario, acompañarlo en las noches «para que no se sintiera solo». Lo dijo con una sonrisa que le heló la sangre. Entendió entonces que no era un ama de llaves; era una esclava, comprada y pagada para satisfacer los caprichos de un hombre que la veía como un objeto.
Esa primera noche en el rancho de Villegas, mientras yacía en el catre de la cocina, se hizo una promesa silenciosa: no importaba cuánto tuviera que soportar, encontraría la manera de escapar. Prefería morir libre en el desierto que vivir un solo día más como esclava. No sabía que esa promesa desesperada la llevaría a encontrar algo que nunca había buscado: una familia verdadera, un amor real y tres pequeños corazones que la necesitarían tanto como ella a ellos.
Dos meses después, la promesa de Sitlali se convirtió en una necesidad urgente. Villegas era un monstruo. Los días eran un ciclo de trabajo agotador y humillaciones; las noches, un infierno de miedo y asco. Una madrugada, mientras preparaba el desayuno, lo escuchó hablar con un visitante sobre conseguir «otra muchacha más joven, porque esta ya está muy gastada». Aquellas palabras fueron el rayo de claridad que necesitaba. Si se quedaba, moriría. Si huía, quizás también, pero al menos moriría libre.
Esperó a que Villegas se fuera al pueblo y, con manos temblorosas pero decididas, empaquetó un poco de pan duro y llenó una cantimplora de agua. Con el sol apenas asomando en el horizonte, Sitlali cruzó la puerta trasera del rancho por última vez y corrió hacia las montañas, hacia la inmensidad del desierto de Sonora.
Caminó durante horas. El sol, que al principio era un amigo, se convirtió en un enemigo implacable. Para el mediodía, el agua se había acabado y el calor le jugaba trucos a su mente. Las rocas parecían moverse, el aire ondulaba como el agua. Finalmente, cuando el sol comenzaba a teñir el cielo de naranja y púrpura, sus fuerzas la abandonaron. Se desplomó sobre la arena ardiente, su mente perdida en un delirio febril. «Perdóname, abuelita», susurró al aire. «No pude ser la mujer fuerte que querías que fuera».
Y entonces, cuando creía que era otra alucinación, una figura a caballo apareció en el horizonte. Un hombre alto, de piel bronceada y cabello negro. Vestía ropas de cuero y, lo más sorprendente, no venía solo. Tres pequeños niños cabalgaban con él.
Nekali, un guerrero apache, había estado siguiendo el rastro de un venado cuando vio las huellas. Eran de una persona que caminaba sin rumbo, tambaleándose. Su instinto le gritaba que era una trampa de los soldados mexicanos. Pero su hija mayor, Itzel, de nueve años, lo alertó. «Papá, mira. Hay alguien ahí».
Se acercaron con cautela. Era una mujer, inmóvil, claramente en graves problemas. Ayudar a una mexicana podía traerles problemas, pero dejarla morir iba en contra de todo lo que sus ancestros le habían enseñado. Desmontó y se acercó. La mujer estaba inconsciente, su piel enrojecida por el sol, sus labios partidos. Vio los moratones en sus brazos, marcas que no eran de una caída.
«Está muy enferma, papá», murmuró Itzel, su joven corazón lleno de compasión. «Mamá siempre decía que las mujeres en problemas merecen ayuda».
La mención de su esposa, Tlali, fallecida dos años atrás, tocó una fibra sensible en el corazón de Nekali. Tlali había sido una mujer compasiva que nunca distinguía entre amigos y enemigos cuando alguien necesitaba ayuda. Tomó a Sitlali en brazos, sorprendido de lo liviana que era, y la subió a su caballo. «Vamos a casa», dijo a sus hijos. «Tenemos una invitada».
El viaje de regreso a su refugio, una serie de cuevas ocultas en un cañón rocoso, fue largo. Sitlali deliraba, murmurando un nombre, «Villegas», y palabras como «dolor» y «libre». Cuando llegaron, la acostó sobre unas pieles suaves mientras Itzel corría a buscar agua y hierbas. Los tres niños, Itzel, Yaretsi de seis años y el pequeño Ejekatl de cuatro, ayudaron a su padre a cuidarla, trabajando como un equipo bien entrenado.
Cuando Sitlali finalmente abrió los ojos, se encontró rodeada por cuatro pares de ojos que la observaban con preocupación. La palabra «apache» debería haberla aterrorizado, pero en aquellos rostros, especialmente en los de los tres niños, solo encontró una gratitud abrumadora. Lloró, pero por primera vez en años, eran lágrimas de alivio. «Pensé que iba a morir sola», murmuró.
«Nadie muere solo mientras nosotros podamos evitarlo», dijo Nekali, ofreciéndole un cuenco de caldo. En ese momento, en la seguridad de aquella cueva, rodeada de extraños que le habían salvado la vida, Sitlali sintió algo que había perdido hacía mucho tiempo: la esperanza.
Los días que siguieron fueron una prueba. Aunque los niños la aceptaron de inmediato, muchos en la tribu la miraban con recelo. Trabajó sin descanso, demostrando su valor, usando los conocimientos de herboristería que su abuela le había enseñado. Poco a poco, su habilidad para curar empezó a ganarse el respeto de algunos.
Pero la verdadera prueba llegó una semana después. El pequeño Ejekatl cayó gravemente enfermo. Sitlali reconoció los síntomas de inmediato: no era una fiebre del desierto, era la mordedura de una serpiente venenosa. Sin esperar permiso, actuó, chupando el veneno de la pequeña herida y preparando un antídoto con una precisión que dejó a todos asombrados.
«¿Por qué arriesgas tu vida por él?», le preguntó Nekali, mientras ella luchaba por salvar al niño. «Podrías envenenarte».
Sitlali lo miró, con los ojos llenos de lágrimas pero con una determinación de acero. «Porque es mi niño también. Todos ustedes son mi familia ahora».
Luchó toda la noche. Al amanecer, Ejekatl abrió los ojos, pidiendo agua. Estaba a salvo. La matriarca de la tribu se acercó a Sitlali. «Has demostrado que tu corazón es apache», le dijo con respeto. Y entonces, Ejekatl, ya recuperado, extendió sus bracitos hacia ella y murmuró una palabra sagrada: «Mamá». Itzel y Yaretsi la abrazaron. «Sí, eres nuestra mamá ahora».
Sitlali rompió a llorar, esta vez de pura alegría. Había sido repudiada por ser estéril, pero acababa de encontrar una familia. Había encontrado a sus hijos. Nekali observó la escena, y su corazón, cerrado desde la muerte de su esposa, comenzó a abrirse de nuevo.
Los meses se convirtieron en años. Cinco años de paz y felicidad. Sitlali se convirtió en la matriarca de la familia y en una respetada curandera. Los niños florecieron bajo su amor. El amor entre ella y Nekali se hizo profundo y fuerte. Se casaron en una ceremonia improvisada, rodeados de su tribu, convirtiéndose en el símbolo de que el amor y la familia no conocen fronteras.
Pero una mañana, el pasado regresó. Una caravana de soldados mexicanos, liderada por un envejecido y arruinado Fortunato Villegas, llegó al cañón. «¡Vengo a reclamar lo que es mío!», gritó Villegas, agitando los papeles que probaban su «compra». «¡Es mi propiedad! La necesito para pagar mis deudas».
Sitlali se adelantó, ya no como la víctima asustada, sino como la mujer fuerte en la que se había convertido. Sus tres hijos se pusieron delante de ella, protegiéndola. «Esta mujer es mi madre», dijo Itzel con voz firme. «Ha salvado más vidas de las que tú podrías contar».
«Mi mamá me enseñó que el valor de una persona no se mide por lo que puede dar a luz, sino por lo que puede crear con amor», añadió Ejekatl.
Nekali puso una mano en el hombro de Sitlali. «Esta mujer es mi esposa, elegida libremente, y la madre de mis hijos por elección propia. Tus papeles no tienen valor aquí».
El capitán de los soldados, viendo la unidad inquebrantable de aquella familia y la desesperación patética de Villegas, tomó una decisión. «Señor Villegas, está claro que esta mujer está aquí por su propia voluntad. No tenemos autoridad para forzarla a irse».
Derrotado, no por las armas, sino por la fuerza del amor, Villegas se marchó. Sitlali se abrazó a su familia, su verdadera familia, forjada no por sangre, sino por elección. Había sido vendida por ser considerada inútil, pero había encontrado su verdadero valor en el corazón de una tribu y en el amor de tres niños que la llamaban mamá. Había encontrado su hogar.