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Mi suegro me susurró una orden extraña mientras mi marido estaba de viaje: «Coge un martillo y rompe ese azulejo». Lo que encontré detrás cambiaría mi vida para siempre y revelaría un secreto aterrador.

Fue una de esas tardes de martes en las que el tiempo parece estirarse, lánguido y predecible. El sol de primera hora de la tarde se filtraba por la ventana de la cocina, dibujando patrones de luz sobre el suelo recién fregado. Mi hijo de siete años, Mateo, jugaba en casa de los vecinos, y su risa llegaba de vez en cuando hasta mí, un sonido feliz y tranquilizador. Mi marido, Rodrigo, estaba de viaje de trabajo, una de sus ausencias habituales que, aunque odiaba, formaba parte de nuestra rutina. Era una tarde cualquiera, un lienzo de normalidad doméstica en el que yo me movía con gestos automáticos: fregar los platos, planificar la cena, pensar en el cuento que le leería a Mateo antes de dormir. Pero de pronto, una sombra rompió la monotonía. Sentí una presencia a mis espaldas, un cambio sutil en el aire, un frío que me erizó la piel del cuello.

Me giré, con el corazón dando un vuelco. Era mi suegro, don Luis. Estaba de pie en el umbral de la cocina, inmóvil, observándome. No lo había oído llegar. Su rostro, normalmente afable aunque marcado por la tristeza desde que enviudó, estaba tenso, pálido como la cera. Había en su mirada una urgencia que me alarmó de inmediato.

«Tenemos que hablar», susurró, y su voz sonó tan frágil que casi se ahogó con el ruido del agua corriendo en el fregadero.

Cerré el grifo. El silencio repentino pareció amplificar la tensión. «¿Qué ocurre, don Luis?», pregunté, secándome las manos nerviosamente en el delantal. «¿Se encuentra bien? ¿Quiere que llame a Rodrigo?».

Dio un paso hacia mí, negando con la cabeza. Sus ojos, acuosos y asustados, se movían de un lado a otro, como si temiera que alguien pudiera estar escuchando. Se acercó más, inclinándose sobre la encimera hasta que su rostro quedó a centímetros del mío. Su aliento olía a miedo.

«Mientras mi hijo no esté…», dijo, las palabras saliendo a trompicones. «Mientras Rodrigo esté fuera… tienes que hacer algo por mí. Por ti. Toma un martillo y rompe el azulejo que hay detrás del retrete. Nadie debe enterarse».

Parpadeé, confundida. Una risa nerviosa y desconcertada escapó de mis labios. La petición era tan extraña, tan absurda, que mi primer pensamiento fue que el pobre hombre, afectado por la edad y la soledad, había perdido finalmente el juicio. «¿Destrozar el baño? Pero si lo acabamos de reformar… Rodrigo se enfadaría muchísimo. Además, pronto vamos a vender esta casa…».

No me dejó terminar. Me agarró la muñeca con sus manos huesudas, y su fuerza me sorprendió. Sus dedos se clavaron en mi piel, y sus ojos se fijaron en los míos con una desesperación que me heló la sangre. «Tu marido te engaña», siseó, y la palabra “engaña” pareció adquirir un significado mucho más oscuro y siniestro de lo que yo podía imaginar. «La verdad está ahí detrás».

Había algo en su mirada, un terror tan puro y genuino, que silenció todas mis objeciones. No era la mirada de un anciano senil. Era la mirada de un hombre que cargaba con un peso insoportable, un hombre que parecía creer que su propia vida dependía de que yo siguiera sus instrucciones. Me soltó y retrocedió, dejándome sola en la cocina, con el eco de sus palabras resonando en mi cabeza.

La inquietud se instaló en mi pecho como una criatura venenosa. Durante la siguiente media hora, intenté convencerme de que era una locura. Caminé por la casa, intentando reanudar mis tareas, pero la normalidad se había hecho añicos. Cada rincón de nuestro hogar, cada foto de Rodrigo sonriendo en la estantería, cada recuerdo feliz, se sentía ahora contaminado por una duda terrible. La curiosidad, mezclada con un pavor creciente, pudo más que la razón.

Me encontré de pie frente a la puerta del baño, como si mis pies me hubieran llevado allí en contra de mi voluntad. Entré y cerré la puerta con llave. El corazón me latía con tanta fuerza que podía oírlo en mis oídos. Abrí el armario bajo el lavabo y saqué la caja de herramientas. El martillo, pesado y frío, parecía un objeto ajeno y peligroso en mis manos.

Dudé un largo rato. Miré los azulejos blancos, lisos, impecables, que el propio Rodrigo había colocado con tanto orgullo hacía apenas unos meses. Recordé su satisfacción, la forma en que pasaba la mano por la superficie pulida, diciendo: «Perfecto. Ha quedado perfecto, cariño». Romperlos era un acto de profanación, una traición a la confianza y al hogar que habíamos construido. «¿Y si don Luis solo delira?», me pregunté una última vez. Pero sus ojos… no podía quitármelos de la cabeza.

Mis manos actuaron por sí solas, como si estuvieran guiadas por una fuerza externa. El primer golpe fue tímido, casi una caricia, pero el sonido del metal contra la cerámica resonó en el pequeño espacio como un disparo. Una fina grieta apareció en el azulejo, una herida en la perfección de nuestro baño. Respiré hondo y volví a golpear, esta vez con más fuerza. Un trozo de azulejo saltó y cayó al suelo con un eco seco y definitivo.

Contuve el aliento. Apoyé el martillo en el suelo y me arrodillé, encendiendo la linterna de mi móvil y acercándola al hueco. Detrás del azulejo roto, la pared no era maciza. Había un agujero oscuro, una pequeña cueva excavada en el yeso. Y dentro… había algo.

Mis dedos temblaron tanto que apenas podía sostener el teléfono. Metí la mano en la oscuridad. Sentí el tacto de una bolsa de plástico, crujiente y vieja por el paso del tiempo. El corazón me martilleaba en las sienes, un tambor frenético que anunciaba el desastre. La saqué lentamente, con el cuidado de quien maneja un artefacto explosivo. La envoltura de plástico, amarillenta y polvorienta, parecía inofensiva. Pero al abrirla, tuve que taparme la boca con la mano para ahogar un grito que amenazaba con desgarrarme la garganta.

Eran dientes. Dientes humanos. Pequeños, grandes, algunos con empastes de plata que brillaban débilmente bajo la luz de la linterna. Había decenas, quizás cientos. Un horror primordial, visceral, se apoderó de mí. Me estremecí violentamente y me desplomé sobre las frías baldosas, abrazando aquella bolsa macabra contra mi pecho. Solo una idea, repetitiva y enloquecedora, cruzaba mi mente: esto no podía ser real. Esto no podía estar pasando.

No sé cuánto tiempo permanecí allí, en el suelo del baño, temblando. Cuando por fin logré ponerme en pie, mis piernas apenas me sostenían. Vagué por la casa como un fantasma, mirando los retratos familiares, las pruebas de nuestra vida feliz, que ahora parecían una burla grotesca. Finalmente, supe lo que tenía que hacer.

Con la bolsa en la mano, conduje hasta la pequeña casa donde vivía don Luis. Cuando me abrió la puerta, no pareció sorprendido de verme. Su mirada se posó en el paquete que yo sostenía, y un largo y tembloroso suspiro escapó de sus labios.

«Así que lo encontraste», dijo, con la voz cargada de un cansancio infinito.

Entré sin que me invitara y dejé la bolsa sobre su mesa de comedor. «¿Qué es esto?», grité, aunque mi voz se quebró en un susurro ronco. «¡Dime qué es esto! ¿De quién son?».

Bajó la mirada, incapaz de enfrentarse a mis ojos. Guardó silencio durante un instante que se me hizo eterno, y luego habló, su voz tan baja que apenas pude oírla.

«Tu marido… Rodrigo… no es quien tú crees que es. Ha acabado con vidas. Quemó los cuerpos… pero los dientes no arden. Los guardó ahí. Como un trofeo».

El mundo se detuvo. No podía respirar. Rodrigo, mi Rodrigo. El hombre que me leía por las noches, el padre cariñoso que construía castillos de Lego con nuestro hijo. Un hombre cabal, respetado, amable. Pero la prueba, la horrible e innegable prueba, estaba sobre la mesa, entre nosotros.

«¿Tú lo sabías?», murmuré, el horror dando paso a una nueva y terrible comprensión.

Mi suegro alzó la vista. No había alivio en sus ojos, solo un océano de cansancio y culpa acumulada durante años. «Guardé silencio… demasiado tiempo», confesó. «Por miedo. Por vergüenza. Por una lealtad mal entendida. Pero ya no puedo más. Ahora, tú lo sabes. Y ahora, tú decides qué hacer».

Y entonces lo entendí. No me había dado una respuesta. Me había entregado una carga. La responsabilidad de actuar, de enfrentarse al monstruo con el que compartía mi cama, ahora era mía. Mi vida, tal y como la conocía, había terminado en el momento en que el martillo golpeó aquel azulejo. Mi vida jamás volvería a ser igual.

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