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Mi padre me llamó a casa para darme una «noticia importante» tras años de viudez. Al llegar, lo encontré con una mujer embarazada, y cuando vi quién era, mi mundo se derrumbó por completo.

Desde que mi madre se fue hace cinco años, un manto de silencio y soledad se había posado sobre la casa de mi infancia. Mi padre, un hombre que parecía haber envejecido una década en una sola noche, se quedó allí, en nuestro pueblo, rodeado de los fantasmas de una vida compartida. Yo, mientras tanto, intentaba construir mi futuro como estudiante de tercer año en la universidad, en una ciudad ruidosa y anónima que contrastaba con la quietud de mi hogar. Me había acostumbrado a su soledad, a sus llamadas breves y a su voz teñida de una melancolía perpetua. En mi mente, había asumido una verdad tácita: mi padre se quedaría solo para siempre, fiel al recuerdo de mi madre, un santuario que ningún nuevo amor podría ni se atrevería a profanar.

Pero una tarde de jueves, el teléfono rompió esa certeza. — «Nam, vuelve a casa este fin de semana, tengo algo importante que decirte». — la voz de mi padre, al otro lado de la línea, era inusualmente grave, firme, y carecía de esa fragilidad que se había convertido en su seña de identidad. El corazón me dio un vuelco. ¿Algo importante? Mi padre era un hombre de pocas palabras, un experto en el arte de ocultar sus emociones. Sus llamadas se limitaban a preguntar si había comido bien o si necesitaba dinero. Nunca había usado ese tono. Aquella noche, el sueño me fue esquivo. Daba vueltas en la cama, la mente atrapada en un torbellino de conjeturas inquietantes, cada una más improbable que la anterior.

El sábado por la mañana, me subí al coche y emprendí el camino de vuelta a casa. El paisaje familiar, las hileras de árboles que había visto crecer, los viejos tejados de teja del pueblo… todo me parecía extrañamente ajeno, como si lo viera por primera vez a través de un velo de aprensión. Cada kilómetro que me acercaba a casa, una sensación de presagio me oprimía el pecho con más fuerza. Al llegar a nuestra calle, vi que la puerta de casa estaba abierta.

Y allí, en el porche, estaba papá. Pero no estaba solo. A su lado, una mujer. Me quedé paralizado a unos metros de la entrada. Mi mirada bajó instintivamente hacia su vientre, un bulto redondo y prominente que, bajo el fino vestido de verano, gritaba un secreto innegable. Sentí que el aire me faltaba, que mi respiración se atascaba dolorosamente en mi garganta. — «No… imposible…» — susurré para mí, una negación desesperada contra la evidencia que tenía ante mis ojos.

La mujer levantó la vista hacia mí, y en ese preciso instante, el suelo desapareció bajo mis pies. Me quedé sin aire, sin palabras, sin pensamientos. El mundo entero se redujo a su rostro, a esos ojos que yo conocía tan bien. Era Lan. Lan, mi antigua compañera de clase. Lan, la chica de la sonrisa tímida y el pelo largo y oscuro. Lan, la persona a la que había amado en un silencio devoto y doloroso durante toda mi adolescencia, la protagonista de mis sueños y recuerdos más preciados, a la que nunca, jamás, tuve el valor de confesarle mis sentimientos.

Sentí que mis piernas se volvían de hielo, que mi mente era un torbellino de incredulidad y horror. La escena que tenía delante no era solo una sorpresa; era una aniquilación. Me lo arrebataba todo: mi pasado, mi presente y la imagen sagrada de la familia que una vez tuve. Mi padre se levantó, su voz sonaba lejana, distorsionada, como si llegara desde el otro lado de un túnel. — «Yo… Nam, déjame que te explique…».

Pero yo no podía escucharlo. No quería. Una presa de dolor se rompió dentro de mí, y las lágrimas, calientes, amargas y furiosas, comenzaron a brotar sin control. Me di la vuelta y corrí. Corrí sin rumbo, con el único impulso de alejarme de aquella imagen, de aquella verdad insoportable, ignorando las llamadas desesperadas y tristes de mi padre a mis espaldas.

Corrí hasta la orilla del río, nuestro lugar. El lugar donde, de niño, mi madre me había enseñado a volar cometas. El lugar donde nos sentábamos juntos en las tardes frías, viendo el agua fluir. Me dejé caer sobre la hierba húmeda y, con las manos en la cabeza, grité. Un grito sin sentido, un aullido de dolor dirigido al cielo, a la vida, al destino. ¿Por qué? ¿Por qué ella? ¿Por qué Lan? La persona que había ocupado un lugar sagrado e intocable en mi juventud estaba ahora junto a mi padre, llevando una gota de su sangre, a punto de convertirse en mi madrastra.

No sé cuánto tiempo pasó, pero finalmente, sentí una mano en mi hombro. Era mi padre. Se sentó a mi lado, el silencio entre nosotros pesado, cargado de todo lo que no podíamos decir. Finalmente, suspiró. — «Nam, sé que estás confundido. Pero no quiero ocultarte nada. He estado solo durante muchos años, hijo. Una soledad que te carcome por dentro. Conocí a Lan por casualidad, en el mercado. Empezamos a hablar, a confiarnos nuestras penas. Ella quiere mucho a tu padre y… también te quiere a ti».

Me puse en pie de un salto, encarándolo, dejando que toda mi amargura saliera a la superficie. «¿Pero tú lo sabes?», le espeté. «¿Sabes lo que ella ha significado para mí? ¡Ha sido la dueña de todos mis pensamientos durante mi juventud! ¡La he idealizado durante años! ¿Y ahora va a ser la esposa de mi padre? ¿Entiendes lo que eso significa?».

El silencio de mi padre fue su única respuesta. Sus ojos se enrojecieron, pero mantuvo la firmeza. «No, no lo sabía. Y si lo hubiera sabido… quizás habría pensado diferente. Nam, tienes que entenderlo… los sentimientos de la juventud son solo recuerdos. Son hermosos, pero son parte del pasado. Ahora, la realidad es que Lan y su bebé necesitan un hogar, una familia. Y yo necesito compañía».

Me reí, una risa hueca, rota. Sus palabras, tan lógicas y a la vez tan crueles, fueron como un cuchillo girando lentamente en mi corazón. ¿Recuerdos? Para él, mi amor era un simple recuerdo. Para mí, era una herida abierta.

Al día siguiente, Lan vino a verme. Se plantó frente a mí, con los ojos llenos de una duda temerosa, su voz apenas un temblor. — «Nam… perdóname. Sé que sentías algo por mí, pero ambos éramos jóvenes. Yo te aprecio mucho, de verdad, pero nunca pensé que pudiéramos estar juntos. La vida nos lleva por caminos extraños y… al final, estoy con tu padre. No quiero hacerte daño».

Me detuve, cerré los ojos y apreté los puños. «Tú no querías hacerme daño, pero elegiste a mi padre. ¿Te das cuenta de que eso duele mil veces más que cualquier rechazo?».

Lan rompió a llorar, abrazando su vientre como si quisiera proteger al bebé de mi dolor, de mi rabia. Al ver esa escena, una mezcla tóxica de odio, tristeza, ira e impotencia se apoderó de mí.

Esa noche, desesperado por encontrar un ancla en medio de la tormenta, busqué en el viejo cajón de mi escritorio donde guardaba la última carta que mi madre me escribió antes de morir. Su caligrafía familiar apareció ante mí, y sus palabras resonaron desde el más allá.

«Nam, hijo mío, solo deseo que vivas con bondad, que ames a las personas y que valores a tu familia por encima de todo. Si algún día tu padre vuelve a encontrar el camino, perdónalo y no lo abandones».

Mis lágrimas cayeron sobre el papel, emborronando la tinta. Mi corazón estaba roto y salvado al mismo tiempo. Roto por la realidad, salvado por su amor incondicional.

El día de la boda llegó, inevitable y gris. Me quedé fuera de la pequeña iglesia del pueblo, observando a mi padre, con su sencillo traje, y a Lan, con un vestido blanco que no lograba ocultar su embarazo, acariciando suavemente su barriga. Mi corazón latía desbocado. Una parte de mí quería irrumpir, gritar «¡No!», detener aquella farsa dolorosa. Pero mis pies parecían pegados al suelo, anclados por la última voluntad de mi madre.

Al final, no entré. Dejé un sobre con un poco de dinero en el buzón de casa, con una nota simple: — «No puedo bendeciros, pero tampoco puedo odiaros. Me voy. Espero que seáis felices».

Me di la vuelta y empecé a caminar, alejándome de allí. La música de la boda comenzó a sonar a mis espaldas, y cada nota alegre parecía pisotear mi propio corazón. Mi juventud, mi primer amor, mi familia… todo se había roto en ese instante.

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