Le presumió a su exesposa su nueva vida con una amante más joven, sin imaginar que ella había vuelto para reclamar la mitad de todo y desmoronarlo en minutos
Marcos se deslizó fuera de la ducha, el vapor aferrándose a su piel y al espejo del baño. Se observó un instante, pasando una mano por su cabello húmedo. A sus 37 años, se sentía en la cima del mundo, una sensación que creía haber perdido para siempre. El gimnasio se había convertido en su templo y cada músculo tonificado era un testimonio de su renacimiento. Las últimas semanas no habían sido solo un cambio, sino una resurrección. Desde el dormitorio, escuchaba la respiración suave y acompasada de Clara, su nueva pareja, todavía envuelta en el sueño. Una sonrisa de suficiencia se dibujó en su rostro.
Aunque el divorcio con Laura, la mujer con la que había compartido seis años de su vida, aún era un trámite pendiente en algún escritorio de un juzgado, para Marcos era un capítulo cerrado. En su mente, ya era un hombre libre, y conocer a Clara había sido la confirmación definitiva de que había tomado la decisión correcta. Ella era la chispa que necesitaba para incendiar los restos de su vida anterior.
Clara, con la energía desbordante de sus 28 años, era un torbellino de vitalidad. Se conocieron en el entorno corporativo, un lugar de ambiciones y juegos de poder donde la conexión entre ellos fue instantánea y eléctrica. En menos de tres meses, sus mundos se habían fusionado y ahora compartían el mismo techo. Ella ya hablaba de futuro, de proyectos, de viajes. Paseaba por el departamento con una cinta métrica, planeando reformas, soñando en voz alta con derribar una pared para ampliar el salón o cambiar los azulejos de la cocina. Quería borrar cualquier vestigio de Laura y transformar aquel espacio en un santuario para su amor.

Marcos la escuchaba con una mezcla de ternura y arrogancia. “Tranquila, todo es cuestión de tiempo, de un simple papeleo”, le repetía cada vez que ella, con una insistencia que a veces lo irritaba, preguntaba por el estado del divorcio. Clara quería creerle, necesitaba creerle, pero una pequeña sombra de duda se asomaba en sus ojos cada vez que él esquivaba los detalles.
Aquella mañana de sábado prometía ser perfecta. El sol se filtraba por las persianas y Marcos ya fantaseaba con un desayuno tardío en la cama, seguido de un paseo por el centro. Sin embargo, sus planes se hicieron añicos con el sonido agudo y persistente del timbre. Un sonido fuera de lugar, una interrupción no deseada en su burbuja de felicidad.
Al abrir la puerta, el aire se le escapó de los pulmones. Su mundo, tan cuidadosamente reconstruido, se detuvo en seco. Allí, de pie en el umbral, estaba Laura. Pero no era la Laura que él recordaba, no era la figura cansada y con los hombros caídos de los últimos meses de su matrimonio. La mujer que tenía delante era una visión de serenidad y elegancia. Su postura era erguida, su mirada firme y una seguridad que emanaba de ella lo desarmó por completo.
—Vengo por mis cosas —dijo ella, y su voz, desprovista de cualquier temblor o resentimiento, sonó más poderosa que cualquier grito.
Una extraña mezcla de nerviosismo y soberbia se apoderó de Marcos. En lugar de sentir la incomodidad de la situación, sintió un impulso perverso de restregarle su nueva vida en la cara. Quería que viera lo que había perdido, que fuera testigo de su triunfo. Con un tono que pretendía ser casual pero que destilaba burla, se hizo a un lado.
—Adelante, pasa. Así ves quién manda ahora en esta casa.
En ese preciso instante, Clara apareció desde la cocina, envuelta en una bata de seda, con el cabello revuelto y una taza de café en la mano. La sorpresa se dibujó en su rostro al ver a la extraña en la puerta. Marcos, sin perder un segundo, aprovechó la oportunidad para asestar lo que él creía que sería el golpe de gracia.
—Clara, te presento a mi ex. Laura, ella es Clara, mi pareja.
Saboreó las palabras, disfrutando del drama. Pero lo que él había orquestado como una demostración de poder se convirtió, en un abrir y cerrar de ojos, en el prólogo de su propia caída. El castillo de naipes que había construido con tanto esmero estaba a punto de derrumbarse.
Laura entró en el apartamento con una calma que a Marcos le resultó exasperante. No miró a Clara con hostilidad, apenas le dedicó un asentimiento cortés. Sus ojos recorrieron el salón, notando los pequeños cambios, los muebles movidos, los nuevos cojines en el sofá. Caminó directamente hacia el dormitorio que habían compartido, abrió el armario y, sin decir una palabra, comenzó a sacar su ropa y a doblarla metódicamente en una maleta que había traído consigo.
Marcos la siguió, incapaz de soportar su silencio. Necesitaba una reacción, un llanto, un reproche. Cualquier cosa sería mejor que esa indiferencia glacial.
—Veo que no has perdido el tiempo —comentó él, apoyado en el marco de la puerta.
Laura ni siquiera levantó la vista. —No, Marcos. El tiempo es lo único que ya no estoy dispuesta a perder contigo.
Cada comentario sarcástico de él era recibido con una serenidad que lo desquiciaba. Esa tranquilidad no era de debilidad, era de poder. Era la calma de alguien que sabe que tiene la sartén por el mango. Y entonces, mientras doblaba un último suéter, se detuvo, lo miró directamente a los ojos por primera vez y lanzó la frase que congeló el aire y destrozó la mañana.
—Por cierto, supongo que recuerdas que la mitad de este departamento me corresponde legalmente.
El silencio que siguió fue denso, pesado. Clara, que había estado observando la escena desde la puerta con una creciente sensación de incomodidad, giró la cabeza bruscamente hacia Marcos. Su rostro era un poema de incredulidad y pánico.
—¿Qué ha dicho? Marcos, ¿de qué está hablando?
Él intentó reír, un sonido hueco y forzado. —No es nada, cariño. Es solo un trámite, el papeleo del divorcio. Ya sabes cómo son estas cosas.
Pero Laura no iba a permitir que la mentira siguiera creciendo. Lo corrigió con la precisión de un cirujano. —No es un trámite, Marcos. Es un hecho. El divorcio no está cerrado. Legalmente, sigo siendo tu esposa y, por tanto, copropietaria de este inmueble.
La verdad, cruda y brutal, cayó sobre Clara como un balde de agua helada. Se sintió ingenua, estúpida, engañada. La rabia sustituyó a la confusión y sus ojos se clavaron en Marcos, buscando una explicación que no existía.
—¿Qué? —su voz fue un susurro cargado de furia—. ¿Así que me trajiste a vivir a una casa que todavía pertenece a tu exesposa? ¿He estado durmiendo en su cama, usando su cocina, haciendo planes en un lugar que no es tuyo?
Las palabras de Clara golpearon a Marcos con más fuerza que una bofetada. El color desapareció de su rostro. Trató de balbucear excusas, de minimizar la situación, pero era demasiado tarde. La verdad estaba sobre la mesa, desnuda e innegable.
Laura, impasible, continuó su ofensiva con una lógica aplastante. —Tienes dos opciones, Marcos. O me compras mi parte al precio de mercado actual, o la pongo en venta. O quizás, simplemente la alquilo. Imagina qué divertido sería tener inquilinos en la mitad de tu nidito de amor.
La seguridad con la que hablaba, la ausencia total de duda en su voz, dejó claro que no estaba bromeando. Esta vez, no iba a retroceder. No era una amenaza vacía; era una declaración de intenciones.
Para Clara, fue la gota que colmó el vaso. Se sintió como una pieza en el tablero de ajedrez de Marcos, una herramienta para herir a su ex. Su sueño de un hogar compartido se había convertido en una pesadilla de mentiras y humillación. Sin decir una palabra más, fue a la habitación, tomó un bolso, metió algunas de sus cosas de forma desordenada y se dirigió a la puerta.
—No estoy dispuesta a construir un futuro sobre una mentira. Me has utilizado, Marcos.
Él corrió tras ella, desesperado, intentando detenerla. —Clara, espera, por favor. Podemos arreglarlo.
Pero ella ya no lo escuchaba. —No hay nada que arreglar.
La puerta se cerró con un sonido seco y definitivo, un eco que resonó en el pasillo y en el alma de Marcos. Se quedó paralizado, mirando la madera que lo separaba de la mujer que, minutos antes, representaba su futuro. En cuestión de horas, su mundo perfecto se había derrumbado.
Laura, mientras tanto, cerró su maleta. Pasó junto a un Marcos catatónico sin dedicarle una mirada. Salió del edificio y, por primera vez en mucho tiempo, sintió el sol en la cara como una caricia. Respiró hondo y una sonrisa genuina, la primera en meses, iluminó su rostro. Hacía medio año, había llorado hasta quedarse dormida al descubrir las infidelidades de su marido. Ahora, caminando por la calle con la frente en alto, comprendía que no había perdido absolutamente nada. Al contrario, acababa de ganar lo más valioso que una persona puede tener: la libertad. Había recuperado el control de su vida, y el futuro, por primera vez, parecía un lienzo en blanco lleno de posibilidades.