“Hoy vendes el último cargamento y descansas”, me dijo mi esposa embarazada; horas después una llamada me destrozó la vida y me obligó a encontrarla en medio de una tragedia.
La mañana había comenzado como un susurro de promesas. El sol se colaba por la ventana de nuestra pequeña casa, pintando rayas de luz sobre el suelo de baldosas gastadas. Mi esposa, Elena, se movió a mi lado en la cama, y el suave murmullo de su respiración era la única música que necesitaba. Tenía el rostro hinchado por el sueño y esa serenidad que solo poseen las mujeres que llevan una vida dentro. Faltaba solo un mes para que nuestro bebé llegara, un mes para que nuestro mundo, ya lleno de amor, se desbordara de una alegría nueva y desconocida.
Me levanté en silencio para no despertarla y fui a la cocina a preparar el café. El aroma llenó el aire, un ritual diario que marcaba el inicio de nuestra lucha. La vida no era fácil; éramos gente humilde, trabajadores que contaban cada peso. Yo vendía plátanos en el mercado, un trabajo duro bajo el sol, pero cada gota de sudor valía la pena al ver su sonrisa, al tocar su vientre y sentir el suave aleteo de nuestro hijo.

Elena entró en la cocina, con su vestido de flores y una sonrisa que iluminaba la habitación. Se acercó y me abrazó por la espalda, apoyando su mejilla en mi hombro.
—Hueles a café y a futuro —dijo en voz baja.
Me giré y la besé en la frente. Sus manos, suaves y cálidas, tomaron las mías, ásperas y callosas por las cajas de plátanos.
—Mi amor, hoy vendes este último cargamento y descansas —dijo, mirándome con una ternura que me desarmaba—. A nuestro bebé solo le falta un mes para nacer. Necesito que estés aquí, que cuides de mí.
—Te lo prometo, mi vida —le respondí, acariciando su vientre—. Vendo esto y tomo mi licencia de paternidad. Volveré temprano, te llevaré a tu chequeo prenatal y luego… luego solo esperaremos a nuestro angelito.
Su sonrisa se ensanchó. Era un pacto, una promesa sellada con la ilusión de una familia que estaba a punto de completarse. Desayunamos juntos, hablando de nombres, de cunas, de pañales, de todos esos pequeños detalles que construyen el nido. Antes de irme, me dio un último beso, un beso largo y lleno de significado. “Vende solo este viaje, mi amor, y luego cuidas de tu esposa y de tu hijo”, me susurró al oído. Esas palabras se quedaron grabadas en mi alma.
Salí con mi bicicleta cargada de plátanos, sintiendo el peso de la mercancía, pero con el corazón ligero. Cada pedalada era un paso más cerca de esa nueva vida. En el mercado, el día transcurrió como de costumbre: el bullicio, los regateos, el sol pegando fuerte. Pero yo estaba en otro mundo. Pensaba en Elena, en sus antojos, en cómo le brillaban los ojos cuando hablaba del bebé. Veía a otras familias pasar, a padres con sus hijos en brazos, y una sonrisa se dibujaba en mi rostro. Pronto, ese sería yo.
Las horas pasaron. El último racimo de plátanos se vendió. Sentí una oleada de alivio y felicidad. Se acabó. Ahora, a casa. A cumplir mi promesa. Estaba guardando el dinero cuando mi teléfono sonó. Era un número desconocido, pero contesté pensando que sería un cliente.
—¿Bueno?
—¡Compadre, soy yo, Manuel, tu vecino! —La voz al otro lado era un torbellino de pánico—. ¡Compadre, tienes que regresar ya!
—¿Qué pasa, Manuel? ¿Le pasó algo a Elena? —pregunté, y un hielo afilado comenzó a trepar por mi espalda.
—¡Tu esposa… tu esposa fue atropellada por un camión aquí en el mercado!
El mundo se detuvo. El teléfono se resbaló de mis manos callosas y cayó al suelo sin que yo lo notara. El bullicio del mercado se desvaneció en un zumbido sordo. Lo único que oía eran las últimas palabras de Elena, repitiéndose en mi cabeza como un eco torturador: “Vende solo este viaje, mi amor…”
Salí corriendo como un loco, sin rumbo, empujando a la gente, tropezando, sin sentir el dolor de los golpes. Con cada paso, sentía que mi corazón iba a explotar dentro de mi pecho. Mis pulmones ardían, pero no podía parar. Tenía que llegar, tenía que demostrar que Manuel se equivocaba, que era una pesadilla.
Al doblar la esquina, vi la multitud. Un círculo de gente con rostros horrorizados, cuchicheando, señalando. Me abrí paso a la fuerza, con un grito animal atorado en la garganta. Y entonces la vi.
La escena era un cuadro del infierno. Sangre, un rojo vivo y terrible, esparcida sobre el asfalto gris. Plátanos amarillos, los mismos que yo vendía, aplastados y esparcidos por todas partes. La bicicleta que ella usaba para llevar la mercancía, nuestra bicicleta, partida en dos como una rama seca. Y ella… Elena… la mujer que era mi aire, mi luz, mi todo… yacía inmóvil en el centro de aquel círculo de horror.
Grité. Grité como un desquiciado, un sonido que no sabía que podía salir de mí. Caí de rodillas a su lado, la abracé, la sacudí, llamándola con una desesperación que desgarraba el alma.
—¡Mi vida, abre los ojos! ¡Mi amor, por favor, despierta! ¡Solo falta un mes, nuestro bebé está a punto de nacer! ¿Cómo pudiste dejarme solo así? ¡Prometimos que estaríamos juntos!
Unas manos intentaron alejarme, pero me aferré a ella, a su cuerpo inerte y cálido, con la fuerza de un náufrago. Mi rostro se empapó de lágrimas y de su sangre. Sollocé como un niño perdido, roto, aniquilado. Se había ido. Se había ido, llevándose en su vientre la sangre de mi sangre, la vida de mi hijo, que nunca llegaría a pronunciar la palabra “papá” o “mamá”.
Qué dolor tan inmenso, mi amor… Tantos años de esfuerzo, Elena y yo ahorrando peso a peso, trabajando de sol a sol, sacrificándonos por tener un pequeño hogar donde recibir a nuestro hijo. Y en un instante, un destino ciego y cruel te arrebató de mi lado, y le quitó a nuestro hijo el calor de su madre antes de que pudiera sentirlo.
Ahora, ¿cómo voy a vivir? El silencio de nuestra casa es un grito ensordecedor. Cada rincón me habla de ti. Tus zapatos junto a la puerta, tu taza de café a medio terminar, la ropita de bebé que tejiste con tanta ilusión doblada en un cajón. ¿Cómo podré ser padre y madre al mismo tiempo? ¿Cómo voy a llenar el vacío inmenso que nuestro bebé tendrá que enfrentar antes incluso de nacer?
El dolor me asfixia, me roba el aire, me aplasta el pecho. Anoche, solo pude levantar la mirada al cielo oscuro y gritar con toda la fuerza que me quedaba.
—¡Dios mío, ¿por qué?! ¿Por qué tanta injusticia? ¿Cómo pudiste llevarte a mi esposa, a una mujer tan buena, si solo le faltaba un mes para ser madre? ¡¿Por qué a nosotros?!
Esposa mía, donde quiera que estés, descansa en paz… Te lo juro por nuestro amor, no importa cuán difícil sea el camino, criaré a nuestro hijo para que sea un hombre o una mujer de bien, para que se sienta orgulloso de la madre maravillosa que lo esperó con tanto amor. Pero este dolor, este agujero en mi alma… este dolor jamás, jamás en la vida, se me calmará.